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Democracias fatigadas: el desencanto que recorre al mundo
por Octavio Chaparro

23 de octubre de 2025

El siglo XXI avanza bajo una paradoja inquietante: nunca antes tantas sociedades vivieron en regímenes formalmente democráticos y, sin embargo, nunca fue tan alto el nivel de desencanto con la política. Desde América hasta Europa, desde África hasta Asia, la ciudadanía expresa una creciente desconfianza hacia los partidos, los parlamentos y las instituciones que supieron ser pilares de la representación popular. La democracia no está en peligro solo por sus enemigos declarados, sino por el agotamiento silencioso de quienes ya no creen que pueda mejorar su vida.

El malestar tiene raíces profundas. Décadas de promesas incumplidas, desigualdades persistentes y crisis económicas recurrentes han debilitado el vínculo entre gobernantes y gobernados. Las élites políticas, muchas veces desconectadas de la realidad cotidiana, no logran ofrecer respuestas creíbles frente a problemas estructurales como la pobreza, la inseguridad o el deterioro ambiental. En ese vacío de expectativas, la indignación se transforma en apatía o, peor aún, en un terreno fértil para discursos autoritarios que prometen orden donde la democracia parece ofrecer solo incertidumbre.

Las redes sociales han amplificado esa sensación de desgaste. Lo que nació como una herramienta de participación se convirtió en un escenario de polarización permanente. La información fragmentada, las campañas de desinformación y el impacto emocional del debate digital erosionan la confianza pública y deforman el diálogo político. Los ciudadanos viven sobreinformados pero poco representados, atrapados entre la saturación mediática y la sensación de impotencia colectiva.

En varios países, la participación electoral cae mientras crecen los movimientos antisistema. Los partidos tradicionales, incapaces de adaptarse, pierden militantes y credibilidad. En su lugar surgen liderazgos personalistas que prometen hablar “por el pueblo” pero gobiernan concentrando poder. Así, el desencanto democrático no solo genera abstención: también produce populismos que desdibujan la separación de poderes y debilitan los contrapesos institucionales.

El problema no es exclusivo de una región o ideología. Atraviesa culturas, economías y sistemas políticos. Los jóvenes, especialmente, muestran escepticismo hacia las instituciones que no reflejan sus preocupaciones por el empleo, la vivienda o el cambio climático. En ese contexto, la democracia corre el riesgo de transformarse en una formalidad sin contenido, una maquinaria electoral sin legitimidad social.

Sin embargo, el agotamiento no equivale al final. En muchos lugares, surgen movimientos ciudadanos, organizaciones sociales y nuevas formas de participación que buscan reinventar la política desde abajo. Las experiencias de presupuestos participativos, asambleas locales o plataformas digitales de deliberación muestran que aún existe un potencial de renovación si se combinan transparencia, inclusión y responsabilidad. El desafío es reconstruir la confianza, no reemplazar el sistema.

La fatiga democrática es una advertencia, no una sentencia. Recuperar la credibilidad institucional exige reformas que hagan más eficiente al Estado, más equitativo al sistema económico y más cercano al ciudadano el ejercicio del poder. La democracia, pese a sus límites, sigue siendo el único marco capaz de corregirse a sí misma. Su supervivencia dependerá de que las sociedades aprendan a escuchar el mensaje que el desencanto intenta transmitir: no se trata de destruir lo construido, sino de hacerlo digno de ser defendido otra vez.







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